A su manera, la CES es como un Salón del Automóvil: lo que se ve parece menos un catálogo de lo inmediato que una pasarela del futuro. Salvo honrosas excepciones, observamos productos que llegarán intervenidos por el paso del tiempo o los impactos de su pasaje por otros mercados. Sin embargo, no deja de ser interesante asomarse y ver cuál es el camino que emprenden hoy las empresas de electrónica a nivel global; el hecho de que se celebre en enero, hace de la CES una ventana a las aspiraciones y desafíos proyectados para el resto del año.
En ese sentido, hay una serie de tendencias que arrojan varias pistas hacia adelante. Como era de esperarse, la expansión de los televisores no parece tener un techo inmediato y la presentación de equipos ultra HD de más de cien pulgadas y pantalla curva es una prueba de que todavía queda margen para agrandar y estirar a la TV. La wearing tech, o para decirlo en cristiano, la “tecnología para vestir”, también pisa fuerte en la Ciudad del Pecado. Los relojes inteligentes vuelven a probar suerte en este nuevo año fiscal y los lentes de realidad aumentada Google Glass aspiran a ser el gran gadget de este 2014.
Por supuesto la CES, como cualquier otra feria de esta envergadura, está erigida sobre los hombros de un mundo higiénico y perfecto: no hay en ese futuro que se exhibe en Las Vegas ni brechas digitales ni el drama de la falta de 3G. No hay que dejarse dominar por el entusiasmo geek.
La CES es importante porque es una vidriera del estado del arte de la tecnología, y una brújula para ver hacia donde van las lógicas de consumo e interacción asociadas a ella.En ese sentido, me interesa detenerme en uno de los ejes que vuelve a tener in péctore esta nueva edición del “show de los consumidores de electrónica”: el avance de la llamada “internet de las cosas”.
Para resumirlo de forma brutal, internet de las cosas es un paradigma que supone que la conectividad ya no está asociada solamente a los dispositivos habituales -como la notebook o el celular- sino también a los otros objetos que nos rodean: la tele, la ropa, el horno, etc. Esto no supone la idea absurda y arcaica de ir a consultar Twitter a la heladera; al ser inteligentes, los objetos interactúan con nuestra información diaria: la heladera sabe en qué franja horaria la abrimos más y funciona en consecuencia, el auto le informa a la aseguradora si manejo bien y merezco una póliza más barata, y así. Es una internet aún más ubicua y omnisciente, un paisaje absolutamente cruzado por nodos de información. Uno de los primeros dispositivos exhibidos en la CES 2014 fue “Mother”, un pequeño objeto que interactúa con una serie de sensores o cookies, a los cuales el usuario le puede cargar aplicaciones e instalar en distintos puntos de la casa, el auto o la ropa para recabar toda clase de información.
Por supuesto, no son pocos los que advierten sobre los peligros asociados a la privacidad y la protección de datos. Pero el paradigma de internet de las cosas subraya una verdad irrevocable: la obsolescencia de conceptos como lo “real” y lo “virtual”. El escritor William Gibson acuñó en 1981 el término “ciberespacio”. En su fundamental novela Neuromante, desarrolló el concepto como una representación gráfica de datos, una interfaz a la cual las personas se “conectan”. Esto fue real durante un tiempo. En la prehistoria de internet nos hablaban de una “autopista de la información”; la red era una abstracción para la cual debíamos llevar a cabo un protocolo de “entrada” -encender la PC, conectarnos al dial up, escuchar el ruido latoso del modem buscando la conexión. Hoy nos despertamos con una notificación de Whatsapp en el celular. No hay mundo fuera y dentro: Internet es nuestra realidad. Y todos vivimos ahí.