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Una lectura extendida, incluso entre quienes apoyan al gobierno, indica que esta centralidad responde de manera más o menos lineal a una decisión oficial de poner todos los huevos en la canasta de la batalla mediática. Y si bien algo de eso hay, no está de más advertir que durante este año también se sucedieron jugadas audaces como la estatización de la empresa petrolera YPF o la regulación de la venta de dólares para atesorar. Temas que tuvieron, también, sus prolongadas diatribas comunicacionales, sus enfrentamientos políticos más o menos ásperos. Pero, es innegable, el debate mediático permaneció como un verbo común con el que se conjugaron casi todas las demás discusiones.   Ahora bien, ¿puede entenderse a esta centralidad sólo como una voluntad libre del gobierno? O, en todo caso, ¿por qué todos terminaron enganchados en una discusión que, al mismo tiempo, se la presenta como “exagerada” o “agobiante”?
 
Una primera explicación
Tal vez la más importante, es que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, más allá de sus aspectos técnicos y de instrumentación concreta, es un símbolo. Pero, cuidado, no sólo por el “terreno” del lenguaje en el que actúa, sino por representar, con la teatralidad propia de lo mediático, un nudo gordiano de la historia argentina. Ese nudo es la puja por consolidar al Estado y  a la política como los espacios donde se toman de decisiones y se fijan las reglas hacia el resto de la sociedad. Ampliemos la mirada para entenderlo como parte de una disyuntiva regional: un presidente latinoamericano no solía ser la persona más poderosa del país. Hoy, y no sólo en la Argentina, eso está cambiando.
  Esta caracterización, si gruesa, ayuda al menos a “despersonificar” la pelea Clarín-gobierno y volverla entendible como parte de una puja que se desparrama en el tiempo y el espacio. A modo de slogan, podríamos decir que ensanchar la soberanía política supone, necesariamente, acortar la de los grupos privados. Y si bien hay mucho de decisión personal de los liderazgos políticos de avanzar en este sentido, no es menos cierto que la actual posibilidad de éxito está ligada a la existencia democracias sólidas, sociedades con menos temores, economías rumbeadas. Ahí están los testimonios de los dirigentes radicales, que en las últimas semanas desempolvaron las “negociaciones” que tenían con el Grupo en los años de Alfonsín. La imagen es la de políticos con una indignación ética sincera, pero que carecían de la fuerza mínima para traducirla en la práctica. Las décadas de democracia transitada, y la decisión del actual gobierno de ir hasta el hueso, permitieron que hoy, frente a esa misma indignación, la pulseada pueda darse a la luz pública.      Entendido así, el 7D puede ser un punto de inflexión, pero nunca el final del camino. Vendrán seguramente  otras “adecuaciones” de grupos de poder económico que aún hoy están convencidos de que tienen derecho a medirse en igualdad de condiciones frente al político.  
 
En segundo lugar
Acá se encuentra, claro, la implementación concreta de una ley por demás compleja. Lo que supone que tampoco en esto estamos cerca de un “desenlace inminente”. 
"¿Alcanza con democratizar las licencias para, efectivamente democratizar la palabra?, ¿cómo se consigue el reverso ineludible que es la “democratización de la audiencia”?, ¿cómo se hace para repartir la palabra pero también la recepción de ella?"
 Acá también, unos y otros le adjudican al gobierno la responsabilidad plena y única de lograr ese objetivo. Tal vez no sea así. Tal vez, este segundo capítulo de la ley devuelva el conflicto a la sociedad, pidiéndole a ella, a sus referencias culturales, a sus intelectuales, a sus periodistas, a sus empresarios, a sus organizaciones sociales, a quienes durante todo este tiempo señalaron al culpable de la concentración mediática que, ahora sí, lo reemplacen. Empezaría entonces otra “batalla cultural”, tanto o más compleja que la que nos trajo al 7D, porque habrá que vencer ya no a un grupo económico -por más poderoso que sea- sino a la propia inercia social, cultural y simbólica de la que estamos hechos. Vencer la propia producción de audiencia que el (¿ex?) monopolio supo construir a lo largo de los años. No será fácil. Vienen, casi seguro, tiempos interesantes.
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