Si hay una organización anacrónica en las Naciones Unidas, esa es la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI). Creada en 1967 con el supuesto objetivo de promover la innovación y la creatividad al servicio del desarrollo económico, social y cultural, no ha hecho otra cosa que proteger los intereses de las megacorporaciones de las industrias culturales del entretenimiento.

Pero más anacrónica se ha vuelto hoy con la aparición invasiva de las comunicaciones digitales e Internet que habilitan a cualquier ciudadano de la web a manejar libremente sus contenidos, crearlos, subirlos, copiarlos, compartirlos. En estos días de tecnologías ubicuas, el concepto de "Propiedad Intelectual" - ya confuso y cuestionable desde su origen mismo: poseer lo inasible - cuenta cada vez con menos adhesión en la práctica cotidiana de la gente de a pie. Frente a la socialización del material digitalizado, la reacción de la industria - y su genuflexa OMPI - se enfoca en el endurecimiento de las leyes antipiratería, alimentando la criminalización y la estigmatización de una actividad tan natural como humana, base de la sociedad civilizada: el Compartir.

El abuso de la figura romántica de un autor que es "robado" por los que aprecian su arte, colisiona con la realidad económica de que los grandes beneficiarios del status-quo no son los autores sino los intermediarios: empresas editoriales, discográficas, cinematográficas que designan a unos pocos artistas como "elegidos" y construyen desde allí una cultura pensada sólo para ser consumida.

El conflicto subyacente es la tensión entre el derecho individual de los autores - en tanto que creadores y disparadores del bien social de la cultura - y el derecho social a disfrutar de la vida cultural, social y educativa que todos los humanos tenemos, ambos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta tensión sigue sin resolución todavía, mientras millones de personas comparten todos los días - ilegalmente - contenido protegido por copyright, las megacorporaciones lanzan amenazas de cárcel a niños por descargarse música y nacen Partidos Piratas que proponen replantear el tema desde la política y la democracia desde una provocación: ¿qué sentido tienen las leyes que criminalizan a todos, en beneficio de unos pocos?

Mientras tanto, casi ignorados por la maquinaria industrial-cultural, surgen autores que emplean las nuevas tecnologías para compartir su arte, voces que parecen disonantes frente al concierto imperante de la banda del Titanic, pero que construyen poco a poco, siguiendo la filosofía del Software Libre y amparados en nuevas licencias como las Creative Commomns, una bola creciente de material digital compartible que podría cambiar el escenario económico en vista de que su distribución y transferencia pueda hacer pasar el negocio de unos "vendedores de paquetes de cultura" a otro de "vendedores de circulación de contenido" donde proveedores de Internet podrían cambiar su esquema de alianzas actual con la industria.

Lamentablemente no parece haber espacio para un debate abierto, para encontrar soluciones que permitan a los artistas disfrutar de beneficios económicos provenientes de sus obras, sin afectar el derecho social a que la gente comparta cultura aprovechando el estado actual de la tecnología. No es de esperar que las nuevas propuestas provengan desde quienes controlan hoy el negocio cultural - ni desde la OMPI que los sigue - porque su rol de intermediarios está destinado a convertirse radicalmente o desaparecer producto de la revolución digital que asoma.

Sabrá la Humanidad darse un nuevo status-quo aggiornado, seguramente, pero el camino está todo por transitarse... aún.

 

*Martín Olivera es miembro de la asociación Software Libre Argentina (SOLAR)